30 julio 2007

con los pies en el suelo


Cuando lleguemos, vas a odiar muchas cosas –me dijo Él, que casi siempre juega a hacer que me conoce. Y algunas veces hasta que me comprende-.
Y tenía razón.
Odio el color de su coche y su capacidad para conducir 200 kilómetros al sol sin perder la sonrisa.
Odio a la gente que se abraza y se aprieta por fuera para esconder lo lejos que están por dentro.
Odio los grupos grandes que esconden personas y pensamientos pequeños.
Odio los polvos de una noche con desconocidos de una noche.
Odio el “derepentemedicuentadequeestabaenamoradademiamigodesiempre”. Odio que intenten vendernos finales felices. Odio a la gente que los compra. El amor sólo puede nacer del desconocimiento. De la curiosidad. De la felicidad de descubrir que en esto sí y en aquello también, estamos hechos el uno para el otro.
Odio que a esto y aquello, algunos le llamen química.
Odio las cosas que no se pueden contar, medir o pesar.
Odio a los amigos que te dicen lo que quieres oir. Odio a los amigos que te engañan tanto como tú mismo.
Odio las puestas de sol cuando la gente aplaude.
Odio las ensaladas para compartir porque siempre hay alguien que se come las aceitunas.
Odio sentirle cerca y que esté lejos.
Odio que me demuestre afecto. Que me acaricie. Que juegue a enterrar mis pies en la arena. Que juegue a enterrarme. Que juegue.
Odio su pose torturada.
Odio sus silencios.
Odio que repita mis palabras.
Odio contar hasta diez.
Odio a la gente que cuenta hasta diez y nunca estalla.
Pero adoro odiar.
Es el motor de mi vida.
Lo único que pase lo que pase, sigue estando ahí.
Por eso, cuando Él, con su coche de color imposible, consiguió que no perdiera mi segundo avión del fin de semana, y llegué a la puerta de embarque con arena en los pies y una toalla húmeda en el bolso, me sentí, una vez más, feliz con mi odiosa, crispada y acelerada vida.

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